El ardor del salitre en los ojos suma la ofensa al castigo que te inflige la tormenta interminable. El recuerdo de los incontables navíos que se han hecho trizas contra la erizada costa está fresco en tu mente. En ese momento, un relámpago cruza el cielo e ilumina fugazmente el denso bosque que te rodea. La intensa fragancia de los pinos y la tierra húmeda se ve mancillada por la nauseabunda dulzura de un tenue olor a descomposición, y, en la distancia, un millar de ojos relucientes transmiten una clara advertencia: si la locura de la Isla Cuenca Gris no acaba contigo, lo harán las feroces bestias que la habitan.